Ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba recorriendo ese laberinto de largos y vacíos pasillos de hospital. Estaban muy iluminados, y sus paredes laterales se hallaban tapizadas de puertas que parecían iguales, pero no lo eran. Tenían pequeñas, sutiles diferencias. Marcas, raspones, olores, algún sticker, hacían que cada una de ellas fuera singular e irrepetible.
Algunas disparidades eran muy notorias. Como la puerta que acababa de ver, con la madera hundida en un hueco, como si alguien le hubiera pegado una trompada. No intentó abrirla: ya sabía lo que había detrás.
La puerta siguiente estaba garabateada con crayón. Y la otra tenía una columna de marcas a lápiz que decían “5 años”, “6 años”, “7 años”, “8 años”, “9 años”.
En la puerta de al lado se escuchaba una radio con rock nacional de los 80. De la otra, salía olor a pasto recién cortado. La siguiente estaba salpicada con agua que olía a cloro.
Pero ya todas estaban con llave. Cada tanto probaba un picaporte, pero era en vano. Ya no podría volver a abrirlas nunca más.
No las había visitado a todas. Ignoraba por completo lo que escondían la mayoría de ellas. Incluso a algunas las tenía vistas, pero no las había atravesado jamás.
Justamente, ahora estaba pasando por el sector del pasillo en donde estaban las puertas a las que se había asomado alguna vez sin decidirse a entrar. De una puerta colgaba un llavero con las máscaras de la comedia y la tragedia. En la siguiente, sonaba una guitarra eléctrica. La de al lado tenía un cartel que decía “DEPARTAMENTO DE ALUMNOS”. En la otra puerta había una calcomanía con el escudo de River.
La puerta siguiente despedía un perfume que evocaba a una mujer que conoció. Trató en vano de abrirla. Ya era tarde.
Probó una puerta más. Estaba abierta. Pero detrás, estaba el pasillo de mierda en el que no quería entrar.
Había encontrado ese mismo pasillo un montón de veces, detrás de una cantidad de puertas, pero no estaba listo para recorrerlo. No todavía.
“Pero si no es ahora, cuándo”, pensó.
Y, con un gesto de resignación, cruzó el umbral.
A los costados estaban las puertas que había decidido no abrir. La primera era, claramente, la de un baño de hospital. De la segunda salían ruidos, zumbidos de máquinas médicas. Siguió de largo.
En la puerta de al lado se escuchaba la música insulsa y repetitiva de las salas de espera. La siguiente tenía olor a remedio, como el consultorio de un dentista.
La otra era una puerta familiar, pero no la reconoció enseguida. Cuando recordó lo que esta significaba, se detuvo frente a ella con una expresión mezcla de horror y de asco. Había estado frente a esa misma puerta en otra ocasión, hacía una punta de años.
– No sé cómo pude haber considerado abrir esta puerta alguna vez… –dijo en voz alta.
Había una puerta manchada con mierda, y otra con sangre.
La puerta siguiente tenía una jeringa metida en la cerradura. Alguien había escrito con un compás (tal vez con una hipodérmica) la palabra MORFINA. Sonrió. Era la puerta por la que había entrado.
Así, llegó al final del pasillo, acaparado por una puerta enorme y blanca, muy limpia.
Tanteó el picaporte. Estaba sin llave.
Abrió una hendija apenas, y sintió cómo se colaba el chiflete.
Se volvió un momento, y miró con nostalgia todas las puertas que había dejado atrás.
Clavó de nuevo los ojos en la puerta blanca. Y dijo en voz alta:
– No pienso quedarme a vivir para siempre en este pasillo.
Empujó la puerta, que se abrió de par en par.
Respiró hondo, y con los ojos muy abiertos, se sumergió en la oscuridad y el frío.