Nadie aprende
solo.
—Adela Cortina.
Nadie...
Me siento hoy, en concreto,
un nadie sin nada nuevo,
un recipiente vacío,
un celofán sin caramelo.
Me siento mar, callado,
en espera de barcos
que me surquen, quedo,
sereno, la procesión
por dentro, mirada al frente,
reír por dentro esperanza,
rezando un padrenuestro
ya caduco, al que la letra
que pronuncio le pesa
antigua e inncecesaria.
Nadie. Un nadie polvo,
mota al viento vuela
sin rumbo, en un dejarse
llevar peligroso, sin confiar
en que los vientos bondad
conlleven hacia la integridad
de mi carne, de mi sangre,
y en una copa dorada vino
en boca de fiel mojar el ácimo
pan del que todavía espera...
Y me siento parada de autobús
a las cinco de la mañana, serena,
en la sabiduría de que, más pronto
que tarde, algún bus llega, subir
la escalerilla y picar billete, y mirar
al través de la trasparencia vítrea
de una ventana, y ver otras almas,
sentadas, a las cinco de la mañana,
en la espera de otro bus que no llega.
Nadie, o más bien nada, para ser
más exactos, como ese título
que, allá por los años cuarenta,
dio el primer premio Nadal a Carmen,
de apellido Laforet, quien no necesitó
escribir nada más, nada, porque su Nada
le valió la eternidad en este mundo
inconmensurable, injusto, de las letras.
Detengo aquí este río, esta nada
que nada hacia un nadie de quien
es tributario, de quien nace y muere...