No hay
tonto
bueno.
—Unamuno.
Soy tonto.
Tan tonto que,
a despecho de tanto
que sucedió ayer,
no me di cuenta
de que te pierdo
más cuanto más
me obstino en mantener
mis trece de quererte,
de tenerte, de ilusionarte,
de pintarme contigo
futuros simples, y olvido
lo presente y lo que respiro
ahora, y entiendo lo obtuso
de no verlo, de no considerar
todo tu significado, significante,
tu continente, contenido,
de la calidad de tu esencia,
del dulce azúcar que tuyo
permanece aún en mis labios,
de cuándo y cuánto saboreé
tu sazón a la margen del Betis,
al borde de la cuna cóncava
de mi inerme cuerpo nato.
Tonto, a las tres, a las cuatro,
a todas las horas de cualquier
reloj, sea de pared o pulsera,
sea bigbén o compadre suyo,
ciego de cintura para arriba
y sordo, indemne a las palabras
que de tu boca me anunciaron
un desatino, una debacle,
hasta que ahora, en la estacada,
herido de rejón de muerte,
rebaño la sal de mis lágrimas,
la hiel de tu voz clavada
en mi culpa, recuerdo de miel
que se agriaría en breve,
cuando atardezca, rojo arrebol.
Soy tonto, y mañana más,
en una espiral exponencial
no describible por cualquiera
álgebra que se invente, y aquí,
yo, mirando el teléfono no fuera
que salte la liebre, una campanada
que me salve de este naufragio,
que me redima en dirección a ti,
de nuevo, que den fe de que echas
en falta mis tonterías, mi alegría,
que no paras de acordarte de...
cual martillo pilón.
Sigo en modo tonto, en este instante,
ya contigo, cómplice, reconquistada,
vuelta a mi cauce de donde nunca,
cual fuese la fuerza de la avenida
causante, debiste egresar, por fértiles
que sean tus aguas, por yermos
que sean los campos que te acucian.
Soy tonto, a pesar de ti.