Tuve una epifanía, pero rápidamente
la luz se apagó, se fue. Vivo en carne propia
la vida y la muerte, una muerte inherte,
llena de amargura, pero de satisfacción
por no seguir aquí, una vida vacía
sin esperanza, sin fe, sin ambiciones.
Y todo por un sinfín de estructuras negras,
grises, sin un rayo de sol, de amor, de vida,
de sentimientos. Tragedias una tras otra,
como un dominó, como una casa de naipes.
En mis suspiros, y cada aliento que doy,
me rindo, me caigo, no puedo seguir.
No puedo añorar, porque cada que recuerdo
es regresar a esa oscura vida, a ese sinfín
de navajas debajo de mi piel, de la burda
idea del amor, del sentir algo, de querer
estar cerca de alguien, de sentir una mano
cálida en mi mejilla, en mi pecho.
Cada día, una soledad terrible. Ella es
la única que me acompaña, que me quiere
y que nunca me ha denotado mis defectos.
Lo malo que soy, es la única que sigue aquí.
Soledad, la que no le importa si soy
guapo, feo, gordo o flaco. Ella seguirá
conmigo, y no sé hasta cuándo, en qué
momento me iré de aquí con ella, porque
ella quiere escaparse conmigo, pero yo
le tengo miedo, le tengo pavor, le tengo
rencor.
Aun así, es la única que me ama,
que me quiere, que se alegra cuando llego,
cuando estoy aquí. ¡Ay, mi soledad!
Siempre tan fría, siempre tan puntual.
¡Oh, mi soledad! Que nunca te irás?