En las verdes montañas de El Valle de Antón, entre cascadas y brumas eternas, se cuenta una antigua leyenda que los habitantes transmiten de generación en generación. Es la historia de la rana dorada, un ser tan especial que no solo habitaba los ríos y bosques, sino también los corazones de quienes conocían su magia.
Hace mucho tiempo, los emberá, una de las comunidades indígenas más sabias de Panamá, vivían en armonía con la naturaleza. Entre ellos existía la creencia de que la rana dorada no era un simple anfibio, sino un espíritu protector enviado por los dioses para guardar los secretos del bosque y proteger la pureza de las aguas. Se decía que, quien viera una rana dorada y le hablara con el corazón limpio, recibiría buena fortuna durante toda su vida.
Sin embargo, la avaricia humana siempre ha sido un peligro. Cuando los conquistadores españoles llegaron al istmo en busca de riquezas, escucharon historias sobre esta criatura mística. Algunos creyeron que la rana, con su brillante color dorado, estaba hecha de oro puro. Así comenzó la cacería de la rana dorada.
Un día, un joven emberá llamado Itzel decidió proteger a las ranas doradas. Había crecido escuchando los cuentos de su abuela, quien le había enseñado que estas criaturas eran los ojos del bosque y que, si desaparecían, el equilibrio de la naturaleza se rompería. Itzel pasaba horas buscando a las ranas para esconderlas en lugares secretos, lejos del alcance de los cazadores.
Pero la tarea era difícil. Una noche, mientras la luna llena iluminaba la selva, Itzel se encontró con una rana dorada más grande y brillante que todas las demás. Sus ojos parecían contener la sabiduría de mil años, y su canto era como un susurro de viento. La rana le habló en un lenguaje que Itzel no entendió al principio, pero que resonó en su alma.
—Soy el espíritu del bosque, y he visto la codicia destruir lo que los dioses crearon. Si los humanos no aprenden a respetar, desapareceré junto con mis hermanas, y el bosque se llenará de tristeza.
Itzel, con lágrimas en los ojos, prometió proteger a las ranas doradas con su vida. Pero sabía que la tarea requeriría la ayuda de su pueblo. Regresó a su comunidad y les contó lo sucedido. Los emberá, movidos por su amor por la naturaleza, comenzaron a trabajar juntos para proteger las aguas y los bosques donde vivían las ranas.
Con el tiempo, las ranas doradas desaparecieron de la vista de los humanos. Algunos dicen que lo hicieron para salvarse de la avaricia, refugiándose en lugares donde nadie las pueda encontrar. Otros creen que se convirtieron en espíritus invisibles que siguen cuidando el bosque.
Hoy, la rana dorada es un símbolo de Panamá, una representación de la belleza, la magia y la fragilidad de la naturaleza. Su leyenda nos recuerda que proteger el mundo natural no es solo una tarea, sino un acto de amor y respeto hacia los espíritus que lo habitan.
Y si alguna vez te encuentras en la selva panameña y crees escuchar un leve canto en el viento, quizás sea el espíritu de la rana dorada, recordándote que su magia sigue viva.
JUSTO ALDÚ
Panameño
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