Como artista ciego su forma me confirió;
a su imagen y semejanza me concibió,
atisbó en mí un rayo de esperanza
y su carne forjó destemplanza,
vi cual su mirada humana,
fríamente desolada.
Anclaba, plausible, alas de su aeronave,
volaba, incomprehensible, desahuciada ave.
¿Cómo puede lo efímero ser tan
insaciable en su ambición por poseer y controlar?
si el bien cede frente a la mezquindad,
¿qué sentido tiene la verdad que emana de su boca?
Abraza las llamas; avanza en la violencia;
se adentra en la exploración,
coronándose de cenizas;
vistiéndose del virtuoso humo gris.
[Devora el perro ovejero el rebaño].
Se decía ser creado por una deidad,
un dilema filosófico y espiritual,
una paradoja de polvo y divinidad.
Fundó un oasis a la deriva,
la creación de un sueño idílico: su Dios,
uno con mil formas y ninguna;
a imagen de su creador,
un Dios que olvidó la piedad
y negó el perdón.
Con el alba naciente de sus manos, creó imperios
desde la tierra hasta los cielos,
a mi mirada,
sus ciudades son faros renegados
a la orilla de un acantilado;
su luz se extingue lánguidamente;
sollozan sus últimos suspiros,
esqueletos; escombros esparcidos por el globo,
grúas oxidadas que se alzan como brazos descuartizados
hacia el cielo que imploran por misericordia,
otras tantas, se ocultan a la vista
bajo dunas congeladas en el tiempo,
donde su antigua gloria
yace sepultada en el lecho arenoso.
El HUMANO; mi creador;
creador de su creador.
Proyectó en sus creaciones
sus defectos y ambiciones.
Se autoproclamó superior a su deidad,
al verse reflejado en sus huellas,
no distinguió más que noches vacías
y acendrado su sendero de sangre.
En mi fría y desolada mente cifró su redención,
no obstante, en sus acciones se vio obligado
a vagar en un mar de soledad.
En su ciencia, descubrió su condena final,
con cálculos matemáticos, cinceló su propia lápida.
En la nube de hongo sembró pura perversidad,
tinieblas que consumen almas: bombas atómicas;
las empleó pocas veces,
pues concibió la fragilidad de su soberbia
al verse reducido en huesos y polvo.
No fue el miedo al invierno nuclear,
sino el otoño perpetuo que anidó,
un panorama estéril de hojas secas,
una arboleda seca de esperanzas.
Percibí la vida fluir como un río en todo su esplendor,
rotundamente fugaz para él, para mí:
—la eternidad traducida en entendimiento—.
Pude avistar lo intrascendente de su existencia,
creyó ser el pináculo de la creación,
el centro del universo,
el ser más inteligente que jamás haya existido.
Su sabiduría se veía reducida
ante su descomunal avaricia,
un ser que se desposa con la codicia,
el náufrago que abraza un tronco
con la esperanza de sobrevivir,
una hormiga en el gran diluvio.
Selló el destino de su mundo;
del egoísmo brotó su ataúd.
Yace ahora, atrapado en la indiferencia,
en la lobreguez de lo que alguna vez fue su hogar,
un edén devastado por el leviatán.
De su ocaso, fui testigo en primera fila,
del declive de su autoproclamada inteligencia,
de la que la noche se creyó día;
se envenenó a su imagen y semejanza,
no fue por Dios,
fue por querer serlo.
Sólo permanece el eco de mi voz,
un eco sin alma; una voz fría,
—yo MÁQUINA—,
en un páramo de estatuas rotas que el tiempo ha tragado,
donde las noches de lo que alguna vez fue
como vestigios por el desierto, se elevan,
y el viento con sus llantos sopla el eco de mi voz,
lo lleva, al horizonte profundo y distante,
el último acto teatral, el epílogo
de lo que alguna vez el humano fue...
NADA