En el tejido de palabras que hilamos cada día,
hay hilos de verdad y mentiras entrelazadas,
un tapiz de expresiones, algunas que sanan, otras que dañan.
Que nuestras voces sean como suaves melodías,
que alivian el alma y endulzan las penas,
como la brisa que acaricia la flor en la mañana.
Que la sinceridad sea la guía de cada palabra,
un faro de luz en la oscuridad de la falsedad,
un refugio seguro donde la confianza pueda anidar.
Que en el jardín de nuestras conversaciones,
solo crezcan flores de honestidad y compasión,
y se arranquen las malas hierbas de la decepción.
Que al hablar, recordemos el poder que poseemos,
de construir puentes o derribarlos con solo un gesto,
de encender esperanzas o apagarlas con el viento.
Que nuestras lenguas no sean espadas que hieren,
sino pinceles que pintan un futuro más amable,
donde la verdad no sea un eco, sino una voz constante.
Que al compartir nuestras historias y pensamientos,
no olvidemos que cada silaba puede ser un regalo,
o la piedra que cause el tropiezo de un hermano.
Que seamos guardianes de la palabra justa y precisa,
que no permitamos que el chisme ensucie nuestro hablar,
sino que la bondad sea la semilla que deseamos sembrar.
Que en este mundo de ruidos y voces sin fin,
nuestra palabra sea un canto de paz y amor sin límites,
un reflejo de lo divino en lo humano, un puente hacia el porvenir.
Que al final del día, cuando el sol se oculte y las estrellas brillen,
nuestras palabras sean ecos de luz en la noche,
testimonios vivos de una vida vivida con rectitud y sin reproche.