La bóveda celeste, de ónice constelada
se curva en su silencio cual místico dosel.
Oráculos del viento susurran en cascada
y el éter se estremece en hálitos de miel.
Columnas de alabastro, los pinos se alzan graves
custodios del arcano que mora en lo infinito.
Sus frondas, cual estandartes, se mecen en las naves
del aura que se vierte en himno casi escrito.
El río, terso espejo de líquida hermosura
destila entre sus aguas memorias de lo eterno
y en su cristal errante se ciñe la blancura
de un astro que desciende a un paraje moderno.
El tiempo, noble artífice de arcanas armonías
en mármoles inscribe su pulso inquebrantable.
La noche se deshoja en pálidas umbrías
y el cosmos es un canto de origen insondable.