Oigo llegar al atardecer de un álgido invierno,
un espíritu cubierto de escarcha, que el vendaval
lleva al umbral de una gruta llena de recuerdos,
un silencio cargado de olvido
cubriendo un manto de tímida luz nublada
entre penumbras de sombras descoloridas.
Oigo la oscuridad penetrar en el cuarto trasero
de una caverna abandonada en la montaña,
Donde el tiempo detiene la luz inhalada,
y un cuerpo desahuciado yace
con su espíritu inanimado bajo un manto de hojarasca,
un espíritu que gime el fugaz rayo del misticismo.
Oigo correr la luna sobre aureolas vertiginosas,
y brillar entre los nogales reflejándose
en el arroyo embelesada con la bóveda celeste.
Oigo el susurro de un amor anhelado que como
la espuma necesita su ola,
como las alas de la alondra al viento,
necesita su fuerza acaparadora de pasiones
para que el corazón respire el bálsamo del tiempo
y sienta el reflejo en el espejo de su alma,
Toda una vida buscando la entrada en el frondoso bosque de lunas,
buscando la oquedad del vacío bajo la luz de las luciérnagas:
el cuerpo vacío de sueños esperanzadores,
En la obscuridad de la cueva, en la galería de la sal,
yace el cuerpo sin alas,
donde antes lanzaba los brazos como las plumas al viento
una nube densa nubla su espíritu eterno.