La luz mortecina de la tarde se filtraba por las persianas de la habitación del hospital oncológico. Sofía, de apenas 15 años, yacía en la cama, con la piel pálida y los ojos cansados. Su madre, Claudia, estaba sentada junto a ella, sosteniéndole la mano. Su padre, Fernando, apoyaba la frente contra la ventana, intentando ocultar las lágrimas.
- ¿Mamá? —dijo Sofía con un hilo de voz.
Claudia
—Aquí estoy
Claudia tragó saliva, buscando algo que decir para distraerla.
Fernando se giró desde la ventana y se acercó a ellas.
—No deberías esforzarte tanto —dijo Fernando, sentándose al borde de la cama.
- ¿Papilla, acaso no puedes comer? -Agregó- Mirando el plato sobre la mesita junto a la cama.
—Mamá… —Sofía rompió el silencio—. ¿Crees que algún día me curaré?
Claudia
-Mi amor, no pienses en eso.
Sofía se levantó lentamente, pero sus ojos reflejaban algo más: la aceptación de una verdad que ninguno de ellos quería enfrentar.
—No quiero… no quiero pensar, ahora no. – En su voz se dibujó un falsete.
Luego dirigiéndose a su padre musitó
—Papá, está bien. No quiero que me recuerden con tristeza. Quiero que piensen en todas las cosas lindas que vivimos. Como en el lago, o las noches viendo estrellas en una de sus riberas.
Claudia no pudo contener más las lágrimas.
—Eso es todo lo que quiero, mamá: un día más con ustedes, para reír, para amar… Un día más. -Sentenció Sofía-
El reloj de la pared marcaba las 6:15 cuando la enfermera entró para revisar los monitores. Sofía cerró los ojos un momento, y Claudia y Fernando permanecieron a su lado, en silencio. Sabían que cada segundo con ella era un regalo que la enfermedad intentaba arrebatarles, pero también sabían que su amor era lo único inmortal en aquella habitación.
Justo Aldú
Panameño
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