Dicen de ti que eres roca
metamórfica
pero te llaman pizarra,
y enseguida siento que aspiro
—vendaval de humo blanco—
de un sorbo, tarde de rizos
y golpeteos de palmeta.
Ahora ya sé que trazas
líneas quebradas en azul opaco
en la falda montañosa
y te llevas bien con el níveo
transitar errante de las nubes.
¡Cuántas veces fui el héroe
que derrotó en el Albahacar
al fiero guerrero del país
de las Tamujas!
Y cuantas veces grabé
—código de barras prehistórico—
en tu piel el nombre de la
Princesa.
Te veo insigne dominar
sin acritud alguna todo el valle
y te veo aferrada
a la pedrera —ruborosa—
jugando al pollito inglés
con una legión de infantes.
En mi lento deambular
entre robustos abetos,
tras los que esconde
el armiño
unos radares peludos,
voy descubriendo la roca,
ora en inmensos canchales
ora formando la base
de un prisma cuadrangular
y una bóveda de cañón
devoradora de siglos.