Frente al cuadro, un hombre en silencio,
contempla el paisaje, tan puro, tan intenso,
una cabaña sola en la pradera dormida,
donde la calma parece eterna, escondida.
Detrás, las montañas se alzan nevadas,
como guardias solemnes de tierras sagradas,
y delante, el lago refleja el cielo,
en su espejo de agua, azul y sereno.
Los árboles verdes danzan en el viento,
como si el tiempo no tuviera aliento,
y el jardín que florece en su verdor profundo,
parece alejar todo el ruido del mundo.
Allí, apenas visible, un sauce llorón,
con sus ramas cayendo en suave canción,
esconde sus lágrimas entre hojas verdes,
como un suspiro que nunca se pierde.
El hombre suspira, su alma atrapada,
en ese rincón de paz tan añorada,
y piensa que daría su vida entera,
por habitar en el cuadro, en su quimera.
Oh, poder ser parte de esa pintura callada,
donde la cabaña es refugio, y la montaña, su morada,
donde el sauce llora en su tristeza serena,
y el alma por fin encuentra su serenidad plena.