En el vasto tapiz de la fe, cada hilo se entrelaza con divina precisión,
tejiendo palabras de consuelo, de sabiduría y de visión.
Un idioma puro emerge, no de labios, sino de corazón,
donde los humildes escuchan y su comprensión es la misión.
Las Escrituras, un faro que guía a través de mares de confusión,
para los que buscan con sinceridad, sin orgullo ni ilusión.
En cada verso, en cada línea, la verdad se despliega con claridad,
un mensaje eterno, para todos, sin distinción ni parcialidad.
La Palabra, viva y activa, corta más profundo que espada alguna,
revelando pensamientos y sentimientos, bajo la luz de la luna.
Espejo del alma, reflejo del Creador, en sus páginas se ve,
la promesa de un futuro, donde juntos, en armonía, todos estarán de pie.
No es solo un texto antiguo, ni palabras en el viento dispersas,
es un diálogo continuo, una conversación que las eras atraviesa.
Cada profecía, cada historia, un propósito tiene que cumplir,
para enseñar, para moldear, para ayudar al corazón a discernir.
En la quietud de la oración, en el estudio diligente,
se encuentra la sabiduría que hace al simple, prudente.
La Biblia, un regalo, una herramienta, un tesoro sin igual,
un puente entre lo divino y lo terrenal, un vínculo espiritual.
Así, en la unidad del espíritu, en la comunión de la fe,
se forja un idioma puro, donde el amor es la ley.
Y en cada palabra que se lee, en cada versículo que resuena,
está la voz del más sabio, que a todos enseña y serena.
Porque en su Palabra encontramos, no solo letras, sino vida,
y en su mensaje, la esperanza, que toda oscuridad derriba.
Es un llamado a la humildad, a servir hombro a hombro, sin cesar,
en la obra del más sabio, en su amor, en su eterno altar.