¡AQUÍ MANDO YO!
La casa de los Gómez no era grande ni lujosa, pero tenía un aire opresivo que no provenía de las paredes estrechas ni del techo bajo. El peso lo ponía Ramiro, el padre, el hombre que todo lo controlaba con una voz firme y un puño más firme aún.
—Aquí mando yo, y mientras vivan bajo este techo, harán lo que yo diga. ¿Entendido? —gruñó aquella noche, golpeando la mesa con la palma abierta.
Su esposa, Clara, se acercó en silencio, bajando la mirada al plato de comida fría que apenas había tocado. Los niños, Sofía y Andrés, se mantuvieron inmóviles, demasiado pequeños para comprender el alcance de aquellas palabras, pero lo suficiente para sentir el miedo que las acompañaba.
La rutina era siempre la misma. Ramiro imponía horarios estrictos, revisaba los gastos con lupa, decidía qué se comía, cómo se vestían y hasta cuándo podían reír. La casa era su reino, y todos los demás, súbditos obligados.
Una tarde, Clara llegó tarde del trabajo. El tráfico y un cliente difícil habían retrasado su salida, pero Ramiro no quería excusas.
—¡Siempre tienes una excusa para todo! —rugió cuando Clara cruzó la puerta.
—Sin combustible
Clara tragó saliva, conteniendo las lágrimas. Desde hacía años, había aprendido a llamar para evitar conflictos, pero esa noche algo dentro de ella se quebró.
Horas después, mientras los niños dormían y Ramiro veía la televisión en la sala, Clara se sentó en la cocina, con las manos temblorosas. Sacó su teléfono y buscó un número que había guardado hace meses, el de un refugio para mujeres maltratadas y llamó.
— ¿Puedo ayudarla? —respondió una voz amable al otro lado.
clara
La llamada fue breve, pero suficiente para sembrar en Clara una semilla de esperanza. Por primera vez en años, sentí que tal vez podría refugiarse en algún lugar.
Al día siguiente, Ramiro seguía siendo el mismo. Inspeccionó el uniforme de Andrés, criticó el peinado de Sofía y ordenó a Clara que dejara de gastar tanto en “pinches salones de belleza”
—Si no fuera por mí, esta familia estaría en la ruina —dijo mientras se ajustaba el cinturón con gesto desafiante.
Esa noche, Clara empacó una bolsa pequeña con lo esencial. Despertó a los niños en silencio, les pidió que no hicieran ruido, y salió por la puerta trasera, dejando una nota en la mesa: “Aquí mandas tú, pero yo no estaré para obedecer”.
Cuando Ramiro despertó, encontró la casa vacía. La ira lo consumió, pero esta vez no tenía a nadie a quien gritar.
Clara, por su parte, respiraba libertad por primera vez en años, sosteniendo las manos de sus hijos mientras caminaban hacia un nuevo comienzo.
Justo Aldú
Panameño
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