D. Méndez

1936

En Isla Aguada, bajo un sol implacable,
nació una niña sin madre que la arrullara,
hermana de seis, en un hogar donde el hambre
era la primera canción que la vida cantaba.

Uno a uno, la muerte fue su verdugo,
cayendo los suyos como hojas al viento,
tres quedaron, desafiando al destino,
tres almas que aprendieron del sufrimiento.

El amor la llevó lejos de su tierra,
un matrimonio que era más jaula que hogar,
un esposo cruel con promesas vacías,
con otra familia que no quiso ocultar.

Sola, pero fuerte, crió seis vidas,
sus manos cansadas, su corazón herido,
y aunque el mundo la golpeó sin medida,
su amor era refugio, su abrazo, abrigo.

Esperó la muerte con la calma del sabio,
pero la vida la mantuvo en su lucha,
y aún así, con el alma rota y cansada,
encontró la manera de cuidar y ser luz pura.

Hoy, la recuerdo en noches silenciosas,
con lágrimas que queman y abrazan a la vez,
porque en su dolor tejió mi fortaleza,
y en su final me dejó la fe.

Algún día, bajo el manto eterno,
nos encontraremos, lo sé con certeza,
y allí, en un lugar sin tiempo ni pena,
volveré a sentir su amor y su pureza.