¡Que todo perdure! –decía ella-
en el instante
que su boca me golpeaba de eternidad
y el eco de su voz
en la sombra del aire se perdía…
¡Mi alma junto a su alma…!
Las manos incesantes hacían su paraíso
entre su vientre
y los algodones que se formaban
en el aire.
¡Que siga lloviendo! -gemía- cada vez
que sus raíces y las uvas de su cuerpo
se anegaban
bajo la luz desesperada del otoño.
Ante tanto ruido alborozado, los diablos
infelices
se juntaron
y todo acabó en la tumba de un adiós.