Eran altas horas de la noche, posiblemente de madrugada. Los débiles y blanquecinos destellos iluminaban el paraje, y mis pensamientos, dóciles pero capaces de asustar al más cuerdo, brotaban en una espiral sin sentido, sin principio ni fin. El silencio me abrazaba como único compañero, mientras los días se arrastraban y los sueños se disolvían en cenizas.
Mis fríos y temblorosos pies rozaban el vasto pavimento, decorado por la empobrecida flora que hacía mucho tiempo había dejado de florecer. A mi paso, en los costados, se hallaban retorcidos y cadavéricos árboles, los cuales podrían ser perfectamente protagonistas de una oscura leyenda de fantasmas. Mis pasos eran ecos huecos en un camino que no llevaba a ninguna parte.
Era un lugar fúnebre, un baile de muerte y horror.
El viento gélido de la noche azotaba mi cara, mientras el cielo azabache, decorado con desesperanzadas estrellas, me arropaba. Próximas estaban las metálicas, roídas y antiquísimas vías del tren, causantes de muchos miedos e historias. Ya sabéis el dicho: no juzguéis a un libro por su portada, pues, a pesar del horrible estado en el cual se encontraban, estas habían jugado un papel importante al levantar la economía de la ciudad. Sin embargo, toda luz contiene una sombra.
Y así me sentía yo: una sombra sin rumbo ni propósito, una sombra tan oscura que hasta los males se asustan. Una sombra rodeada de luz brillante, exitosa y recargada de vida, mientras mi ser caía en un precipicio de abundantes desgracias. Todo lo que toco parece marchitarse, como si mis manos cargasen el peso de una maldición. Un reflejo de sueños destrozados, un desfile de recuerdos diezmados. Mientras todos salían a la superficie, yo me ahogaba en ella, me ahogaba en gritos de salvación, en una composición de horrores, una pasión de filigrana dolorosa.
Tal vez con estos pensamientos solo trataba de escapar de mi destino aciago o simplemente introducirme aún más en mi infortunio. Tal vez era un reflejo de mi alma, como un espejo roto. Era una brisa de susurros, una herida abierta olvidada entre ruinas, donde hasta el viento teme detenerse. Era difícil describir lo que sentía: un mar de agonía. Tal vez ese era mi lugar, las profundidades del abismo, donde el eco de la perdición se hace sonar y se oscurece minuto a minuto.
Los ecos de mi alma resonaban distantes, pero también eran tan estridentes que rechinaban en mi ser. Se sentían como una trágica y fallida llamada a mi interior, un intento de despertar y traerme a la vida.
Soy el recuerdo del olvido, soy una palabra perdida en el tiempo, soy la cruz de un cementerio.
Mi sufrimiento es un aullido de alma, un bosque de santas.
Soy una rama sinuosa en un árbol mustio, soy una tumba sin inscripción ni valor, soy un hoyo de falacias tan profundo que ni la desolación es capaz de acercarse.
Que es la parca, mi mejor amiga, mi acompañante
La única capaz de comprender el dolor que en mí nace.
Con cada respiro, mis suspiros pierden el sentido; lloverán los lamentos cuando yo me haya ido.
Para mí, los reflejos del sol habían perdido la luz; solo quedaba la incesante noche. Con cada amanecer moría la esperanza, una repetición cruel de lo que deseaba olvidar. Para mí, el arcoíris había extraviado su color, y solo quedaba una pálida franja gris rodeada de una nube deprimente.
Mi vida era una ventana donde las gotas interminables del rocío bailaban en una perfecta sinfonía lacerante y tortuosa.
Con cada pensamiento que brotaba, con cada paso que daba, con cada acción, me daba cuenta de lo podrido que estaba el mundo. Ese mundo seguía girando mientras mi existencia se consumía en un rincón oscuro donde nadie podía divisarme.
Me daba cuenta de que somos esclavos de la violencia y las malas acciones; por tanto, estábamos encadenados a la desgracia.
Seguiré con la historia.
La principal sombra era el vasto y ruidoso tren, el cual fue causante de muchas desgracias, entre ellas, la muerte de una joven de 20 años.
Al aproximarme a las vías, pude divisar a lo lejos el busto fantasmagórico de una mujer. No sería muy longeva. Sus largas cabelleras eran negras como la desesperanza que nos rodea; sus ojos, vacíos como el fondo de un precipicio. Su aroma era una mezcla de neblina; su porte, un pozo de miedos que no terminan. Su piel era helada como la muerte solitaria. Era una bella dama de una exquisita tez blanca. Vestía un rasgado y cochambroso vestido de novia. A todo aquel que la rodea, un desasosiego produce, un miedo que el alma reduce.
Decidí acercarme, ya que la curiosidad me invadió, un error fatal que no debía haber cometido. Pero ¿qué podía hacer yo? Era víctima de la ignorancia que me inundaba y ahogaba. Cohibida por el misterio y el terror, decidí preguntar:
—¿Qué haces aquí?
Y ella contestó:
—Aprecia la vida. No cometas el error que yo cometí.
De repente, las vías temblaron. El tren se aproximaba. Antes de hacer acto de presencia, se escuchó un alarido desgarrador que hacía trizas el alma, como si te clavaran agujas envenenadas en el corazón.
Al mirar a la joven, ya no estaba. Y me sentía como si me abriesen las entrañas.
Decidí salir corriendo, asfixiándome en mis temores y desfalleciendo en súplicas de que lo que acababa de vivir fuese una macabra pesadilla.
Pues no se trataba más que de la imponente y oscura historia de Helena, la novia del tren.
Todo esto se remonta a finales del siglo XIX, a una mañana melancólica, con las pardas hojas otoñales cayendo sobre la superficie, al igual que las frías y salinas lágrimas de Helena. Era el día de su boda, cuando llegó a su conocimiento el hecho de que su prometido, un reconocido general, le había sido infiel con otra joven.
El llanto, la desesperación y el sentimiento de no ser suficiente la invadieron, al igual que sus ganas de vivir se vieron disminuidas. Sus sentimientos, despedazados y destruidos, se tornaron insustanciales. Pero, a la vez, lo sentía todo: sentía cómo moría lentamente, cómo todo lo que era importante para ella perdía sentido en un charco de miserias.
Como pudo, se levantó. En un paso de agonía, se aproximó a las vías. Todo lo que quería ese día había muerto con su dolor,no lo pensó dos veces. Al oír el pitido del tren, el sonido de la muerte, el final de su angustia, decidió lanzarse en un mar de sollozos. Pero su alma no pudo descansar.
Aún en la muerte, el martirio y la penumbra la persiguen. Y a quien tiene la valentía de en ese sitio estar, una advertencia lanza, para luego desaparecer mediante un grito de temor, un grito de ayuda que en vida no pudo dar y que se apaga lentamente.