En lo hondo de la noche más oscura,
mi corazón el ritmo desvanece;
la muerte se acerca, cruel y segura
a mi amada que enferma y languidece.
Evoco sus risas, besos silentes,
la alegría de sus ojos brillantes,
en nuestras veladas de confidentes,
que ahora son mis lamentos constantes.
Las rosas velan en su tumba gélida,
entre suspiros su nombre resuena;
cae una lágrima sobre la lápida
por su ausencia que a mi vida condena.
Oh, muerte intrusa, ¿por qué tan malvada?;
ciegas el sol de mis días felices;
el acero de esta espina clavada
cubre mi rosario de cicatrices.
En las luces que fijan el azul
y allá donde el viento pérfido ulula,
siento el aura de su cuerpo en un tul
roto, donde mi dolor se acumula.
En mi pecho, su recuerdo persiste,
la muerte no me borra lo vivido
de aquel querer que pervive latente
en mi alma, que sin ella ya he perdido.