Al despertar una mañana, tras un sueño agitado, Marcos sintió que su cuerpo se hallaba extrañamente pesado, como si la gravedad lo reclamara con una fuerza inusual. Apretó los párpados para disipar el sopor, pero al abrir los ojos, no encontró los contornos familiares de su habitación. Algo había cambiado. Intentó mover las manos, pero sus brazos estaban rígidos, inmóviles, extendidos hacia los lados como ramas extendidas al viento.
Un temblor de angustia lo recorrió, aunque pronto notó que su piel ya no vibraba como antes; no era piel, sino corteza áspera, dura, fracturada en hendiduras por las que un líquido espeso - ¿su sangre? - parecía fluir lentamente. Un susurro escapó de su garganta, pero no fue humano: el sonido era como el crujir de hojas secas bajo un paso errante.
-¿Qué me sucede? pensó, sin hallar eco alguno a su angustia-.
Miró hacia abajo, donde debería estar su cuerpo, pero en su lugar encontró un tronco grueso, con raíces que rompían las tablas del suelo, extendiéndose en todas direcciones como dedos desesperados en busca de tierra.
—¡Marcos! —gritó la voz de su hermana tras la puerta—. ¿Qué ocurre ahí? He escuchado un ruido extraño.
Él intentó responder, pero su nueva condición no le permitía articular palabras. Un crujido profundo resonó en la habitación cuando sus ramas golpearon el techo, haciendo caer pedazos de yeso.
La puerta se abrió de golpe. Ana apareció, llevando aún el delantal de cocina. La expresión en su rostro cambió del desconcierto al horror en un instante.
—¡Marcos! —gimió, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué… qué eres tú?
Ana retrocedió, sus ojos inundados de lágrimas, mientras las ramas de Marcos se agitaban en un intento torpe de calmarla. Él quería explicarle que seguía siendo él, aunque no sabía cómo.
Los días siguientes pasaron como un desfile de impotencia y desconcierto. Ana decidió mantener la puerta cerrada, quizás para protegerse de la visión de su hermano convertido en árbol. Sin embargo, dejaba entrar algo de luz por la ventana, y Marcos sentía cómo los rayos del sol lo llenaban de una energía nueva, inhumana, pero vital.
Un día, Ana regresó con un hombre al que presentó como botánico. Marcos no podía escuchar como antes, pero percibió fragmentos de la conversación.
—Nunca he visto algo así —decía el botánico mientras rodeaba a Marcos, observando cada grieta de su tronco—.
Esto desafía toda explicación científica. Es como si el árbol tuviera un alma atrapada en él.
Ana no respondió. Solo dejó escapar un sollozo ahogado.
A medida que pasaban las semanas, Marcos comenzó a aceptar su destino. Aunque había perdido el calor humano, había ganado una conexión insondable con la tierra y el aire. Sentía la humedad de la lluvia como caricias que descendían hasta sus raíces. Los vientos le cantaban canciones antiguas, y los pájaros anidaban entre sus ramas, ajenos a su tragedia.
Sin embargo, la soledad pesaba. Ana, incapaz de soportar la visión de su hermano, dejó de visitarlo. Los días se volvieron indistinguibles, hasta que, una noche, la tormenta llegó.
El viento rugía como una bestia enfurecida, y el agua caía en torrentes. Marcos, en su forma vegetal, se mantuvo erguido, pero con cada rayo que iluminaba la habitación, sintió una verdad profunda: algún día, incluso él, el árbol, perecería.
Y en ese instante, comprendió algo que nunca había percibido como humano. La vida no era un derecho eterno, sino un préstamo fugaz. Su transformación, aunque cruel, le había otorgado un privilegio insólito: ser testigo del mundo desde una perspectiva que pocos podían entender.
Cuando la tormenta cesó y el amanecer iluminó la habitación, Marcos se sintió en paz. Era árbol, sí, pero también era más: un puente entre la humanidad y la naturaleza, entre lo efímero y lo eterno. Y así decidió dejar de lamentarse, permitiendo que la vida fluyera a través de su savia y de sus raíces que seguían abrazando la tierra.
Justo Aldú
Panameño
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