¡Qué gran lección dimos a Cortés y Moctezuma!
qué sed de pasiones y de olores de ultratumba
saciados,
qué bellas las montañas mexicanas
de copas ardientes y americanas cumbas.
Qué danzas sin plumones ni razones,
qué algarabía, qué alboroto,
qué jadeo cadencioso y manirroto,
qué morena camisa sin celadores botones.
Qué excitante escondite inglés,
para gozar después, de un deleite
con preámbulos y sin trámites.
¡Pobre caminante aragonés
quién del sueño conociese el límite!
Qué exceso de valle truncado
por sensuales cordilleras
y de límites insospechados
del espinazo humano
aprisionado en mi mano,
obligado a levantarse incesante
por el impulso compartido
de dimensiones apremiantes.
Qué orgullo del Ebro y del rió Bravo
cuando sepan que nuestros ríos de sudores
también desembocaron en salados mares
de faldas cortas y de pecado.
Qué avaricia, qué desenfreno,
qué desareno de orillas bañadas,
de sorpresas degolladas,
qué hermosura de tembleque
cuando las olas suntuosas
golpeaban las orillas entregadas
y en tanto en blanco entregaba un cheque.
Qué penetrante y duro escalofrío
debió sentir en el fondo de su sino
cuando encontró el futuro vacío,
cuando paró el tiempo asesino,
cuando dos horas robó del olvido,
cuando enrocó su placer al destino.
Qué espanto de Dioses con ojos vendados,
mexicanos, españoles,
indígenas, cristianos,
siempre encaramados a su pavorosa diástole,
nunca permitiendo reaccionar a su sístole,
siempre negro sacro en sentires mundanos.
Qué insinuante calidez,
qué descanso eterno en su legendario regazo,
qué alegría, otra vez regala un abrazo,
del amor que latigazo,
¡Bendito Cristo redentor!
Cuando vengas yo me iré,
cuando vaya tú te irás,
mas tan solo para no preocupar a las gentes
y reírnos entre el besar
de mis vocales cerradas
y tus piernas abiertas.
Tan solo para evitar una nueva reconquista
e inaugurar, hostilidades a espuertas.