El moro, creciente en su tamaño,
ve desesperado miles de perlas transparentes
que mueren al estrellarse
contra el cristal que le pertenece,
como si el mundo mismo se desmoronara ante sus ojos.
Pero pierde el control,
y la ira lo consume:
el fuego dentro de él devora toda razón.
No puede concebir que esas perlas
logren atravesarlo,
porque el cristal es su propio universo,
y él se ha creído dueño del cielo.
Pero afuera sigue lloviendo,
la lluvia no se detiene.
Es la persistencia de la vida que resiste
al ego, al deseo,
a la furia que intenta modelar la realidad,
y mientras él se ahoga en su tormenta,
la lluvia continúa,
impasible, con su voz de eternidad.