NAVIDAD EN MEDIO DE LA GUERRA
La nieve caía con su manto suave, amortiguando los ruidos de la guerra que había devastado el valle durante meses. Las trincheras opuestas, apenas a unos cientos de metros, estaban marcadas por el barro, la sangre y el frío. En la víspera de Navidad, los combatientes permanecían en un silencio expectante, como si la fecha hubiera reclamado un respiro de las balas y las explosiones.
Hugo ajustaba su abrigo rayo y encendía con torpeza un cigarrillo, mirando el cielo estrellado. De repente, escuchó una melodía tenue, una voz que rompía la oscuridad. Era un canto de Navidad, en un idioma diferente al suyo, pero tan reconocible como los sentimientos que evocaba.
—¿Lo escuchas? —preguntó a su compañero, Louis, que había estado limpiando su fusil.
-Si. Es hermoso... y extraño. No suena como algo de guerra.
Hugo se incorporó y, dejando su rifle a un lado, trepó con cuidado hacia el borde de la trinchera. Al otro lado, vio dos figuras emergiendo también, con las manos desnudas y un gesto de curiosidad. Eran Wilhelm y Dieter, del bando enemigo.
—Alto al fuego? —gritó Hugo en un tono que oscilaba entre la pregunta y la esperanza.
—Alto al fuego —respondió Wilhelm, con una voz firme pero cargada de emoción.
Ambos bandos se acercaron al terreno neutral, sus manos vacías, dejando atrás las armas que por meses los habían definido como enemigos. Cuando estaban cara a cara, las barreras de idioma parecieron desvanecerse. Unas sonrisas tímidas se intercambiaron, seguidas de un apretón de manos.
—Louis, ¿tienes algo? —preguntó Hugo, hurgando en su mochila.
Louis sacó una lata de carne en conserva y un pedazo de pan duro. Wilhelm y Dieter hicieron lo propio con lo poco que tenían: salchichas secas y un poco de licor. Con un pequeño fuego improvisado, compartieron aquellas escasas raciones como si fueran un festín digno de reyes.
— ¿Cómo llegamos aquí? —preguntó Wilhelm, su voz cargada de nostalgia y tristeza—. Peleando por órdenes que ni siquiera entendemos.
—No sé —respondió Hugo, mirando el fuego como si buscara respuestas—. Pero sé que esto... esto es lo que debería importar.
Dieter sacó una pequeña armónica de su bolsillo y comenzó a tocar un villancico. Las notas bailaron en el aire frío, envolviendo a los cuatro hombres en una paz que parecía irreal en medio de aquel paisaje devastado.
—Tal vez... —dijo Louis, mirando a sus nuevos amigos—. Tal vez podríamos dejar esto. Irnos. No volver.
Los otros tres lo miraron en silencio, y poco a poco, asintieron. Era una decisión peligrosa, una que los convertiría en desertores, pero también en hombres libres.
A la mañana siguiente, mientras los primeros rayos de sol iluminaban el valle, los cuatro se despidieron con un abrazo y tomaron diferentes caminos, cada uno hacia un futuro incierto, pero sin armas, sin odio.
En los años que siguieron, aquellos hombres compartieron su historia en pueblos pequeños y ciudades grandes. Hablaron de una noche donde el milagro de la Navidad los unió en lugar de dividirlos. Su mensaje de paz resonó con fuerza en corazones cansados de la guerra.
Y aunque nunca volvieron a verse, aquella noche permaneció grabada en sus almas como un recordatorio eterno de que, incluso en los momentos más oscuros, la humanidad puede encontrar la manera de brillar.
Extraño, pero el mismo día de los hechos, dos milenios y veinticuatro años antes, un burro y algunos animales de corral eran mudos testigos de un nacimiento que cambiaría la historia de la humanidad.
María y José huían de la guerra.
Justo Aldú
Panameño
Derechos Reservados © diciembre 2024