Siento el otoño al borde del abismo. No tiene sentido que las brasas templen la casa, el abrigo me caliente en la calle y sin embargo mi alma siga atada a la condena perpetua de un invierno ciego, torcido, abrumador, con sus cielos demasiado pálidos, con sus árboles de aspecto demasiado muerto. No me gusta cuando a veces callo. De aquello ya hace otoños. No me gusta mi silencio. Es excesivo lo que esconde en sus grietas. Dolor. Miedo. Rencor. No en ese orden y no solamente. Ellos se acomodan en mi respiración, en la mirada atrás, en tanto pasado que me pesa desdeñosamente como una losa de nieve helada.
Y es que todavía me hace demasiado frío. Y me oigo demasiado cuando a veces habla mi silencio.
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