“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”
Julio Cortázar
Alumna de Anatomía
Se acicala diciembre con el gris del invierno,
son sus nubes de encaje cual bordado en el cielo
y bosteza otro lunes la ciudad con su albor.
Lava al viento el rocío su gentil faz dormida,
ensordece al silencio el bullicio del día
y al aroma del pino se disipa el sopor.
La mañana altanera me deslumbra en su exceso,
de soslayo la admiro y en su magia me pierdo
como náufrago ungido de su encanto y primor.
De camino al trabajo la asfaltada avenida
corre bajo mis pasos y adornando mi prisa
la hojarasca es alfombra de dorado esplendor.
Al salón de mi clase llego apenas a tiempo
y hallo rostros joviales que me aguardan dispuestos,
son futuros doctores, he de ser su mentor
y se inicia así el nuevo curso de Anatomía
que promete escudarme de mi infame rutina
preparando estudiantes con entrega y rigor.
Ya en materia me afano y un buen rato les cuento
de Galeno y Vesalio, con vehemencia en mi empeño
mientras todos me escuchan confesar mi fervor
pero al cabo descubro que unos ojos me evitan,
que me esquiva el contacto su mirada furtiva
como tímidos astros que llamearan rubor.
Una alumna me observa desde el último asiento,
noto que me escudriña de reojo, en secreto
y al mirarle a la cara me recorre un temblor.
Ni siquiera sé el nombre de esta desconocida
y perturba mi aplomo su presencia que intriga
con su velo encubierto, mi creciente estupor.
No consigo explicarme la inquietud del momento
y me enfoco en el tema de mi charla y diserto
hasta que me encandila su mirar cegador.
Siento que me traspasa su ágil golpe de esgrima,
que es un rayo la espada fulgurante en su vista
y que ensaya en mi pecho su estocada mejor.
Malherido, a las once finalizo el encuentro
y despido a mi clase que va toda al receso
y estoy ya por marcharme cuando me habla una flor.
Esta joven se acerca y mi frente transpira,
me pregunta algo vago, una duda imprecisa
y simulo a sabiendas que soy pésimo actor.
Se disfrazan mis nervios de aparente sosiego
y en lacónicas frases le respondo en mi esfuerzo
de ocultar que me alarma, su misterio invasor.
Me sorprende el sonrojo que se ve en sus mejillas
si la miro a sus ojos, de un marrón que rutila
refulgentes destellos de flameante color.
Mis palabras se apuran con mi escueto argumento
mientras ella me estudia como a un libro de texto
al que hojea escrutando su escondido interior.
Luego inquiero su nombre cuando voy de salida,
lo pronuncia exhibiendo su estrellada sonrisa
y me marcho cegado por su gracia y candor.
Se persiguen las luces y las sombras del cielo,
mi almanaque deshoja su follaje postrero
y ella en cada jornada gira a mi alrededor.
Ya no temo a la noche ni a su mustia neblina
porque nunca oscurece para mi alma encendida
si me orbita el lucero de su afán seductor.
Tres semanas veloces veo correr como ciervos,
de invernales ocasos viste el sol mi sendero
y en mi entorno esta chica luce cual ruiseñor.
Jamás falta en mi clase su apariencia que inspira,
su voz flota en el aire y es arpegio que trina
y derrama en mi oído su cadencia y dulzor.
Me desarma hasta el punto de sentirme indefenso
la manera en que irradia su mirada de espejo
y el pensar que ella sabe que me quema ese ardor.
Tal parece nerviosa y a la vez complacida
si deambulo en mi charla y me acerco a su silla
para ver que a sus manos las delata el tremor.
Cuando no hay conferencias me saluda de lejos
o procura inventarse para hablarme un pretexto
y hay mil cruces casuales luego en el corredor.
Ella, casi en sus veinte, ve algo en mí que fascina
y yo, en mis treinta y siete, sueño su lozanía
como anhela diciembre, de un abril el verdor.
En la red de su hechizo forcejeo y me enredo,
su interés me seduce como al pájaro el vuelo
y acelera mi orate corazón pecador.
Espoleando mi mente me subyuga y cautiva
la emoción del peligro y su trueno que grita
en mi pecho agitado cual redoble en tambor.
Llega ya el dos mil siete casi al fin de su tiempo,
navideños festejos traen sus días de asueto
y me muero por verla y en mi espera hay dolor.
Vagan lentos los soles su pereza infinita
arrastrando las horas de mi melancolía
y es por ella que ansío reanudar mi labor.
Impaciente, este jueves vuelvo al aula de nuevo
y en mi estómago siento mariposas en celo
si mi alumna ilumina su sonrisa en mi honor.
Su semblante es la aurora con sus luces divinas,
su mirada hoy sostiene como quien desafía
y parece que aguarda por mi audacia y valor.
Al final de la tarde caen mis miedos al suelo
viendo a mis estudiantes que se marchan dispersos
y me acerco a su hoguera, calcinado en mi hervor.
No hay asombro en su rostro, sus pupilas titilan
y es muy obvio que sabe la intención que me anima
cuando ruego que hablemos cual pidiendo un favor.
Ella accede en silencio y se queda en su asiento
mientras cierro la puerta y a su lado regreso
como presa que entiende que no es ya el cazador.
Esta joven me aloca con su faz que hipnotiza,
su belleza sublime me embelesa y conquista
y me atrae su boca cual rubí tentador.
Me hallo a solas con ella justo igual que en mis sueños,
hilvanando unas frases que le cuentan mi anhelo
y entretanto en su cara muta en rosa el blancor.
Mis palabras describen mi ansiedad desmedida,
mi desvelo en mis noches, mi nostalgia en mis días
y en mi piel el antojo de sentir su calor.
Su mutismo me escucha confesar que la pienso,
que enardece mis ansias y me abrasa por dentro
un incendio que ruge su arrebato y furor.
Sus facciones dibujan su emoción contenida,
su expresión de ternura se asemeja a la mía
y sonriendo cobija mi ilusión sin temor.
Con osada insolencia se aventuran mis dedos,
zigzagueando en su frente corren por su entrecejo
y ese roce acrecienta mi coraje aullador.
A mi afán corresponde su actitud permisiva,
al imán de sus labios mi hambre loca se arrima
y así nace un gran beso de un meloso sabor.
El castaño cobrizo de sus lacios cabellos
acaricio al besarla con voraz desenfreno
y enajena su aroma como embriaga el licor.
En mi abrazo se arropa mientras mi alma alucina
y su voz me susurra que me quiere en su vida
porque siente que habito su añoranza mayor.
Cede el trono diciembre, dice adiós cuando enero
le arrebata el reinado temporal del invierno
y abstraído ni advierto que hay un mundo exterior.
Nuestra entrega atestigua siempre un aula vacía
y al gozar como adultos de un idilio a escondidas
no la siento mi alumna ni soy ya el profesor.
Ella es mantra sagrado que anidando en mi credo
llega a mí en su delirio revoltoso y travieso
y vocea en mis venas su estruendoso fragor.
Se la pasa, extasiado, mi deleite en su orilla
contemplando su rostro como aquel que arte admira
y apresando sus manos cual celoso captor.
En el aula esta tarde va mi fiebre en aumento,
se acalora mi sangre y mi instinto al acecho
cual ciclón vocifera su impetuoso vigor.
Mi apetito es tormenta, frenesí que calcina,
ambición de explorarla con mi mano atrevida
y beber de su espalda desvestida el sudor.
Cual verdugo en mi carne me tortura el deseo,
me obsesionan las curvas del violín de su cuerpo
y libando en el cáliz de su aliento el frescor,
al panal de su boca le propongo una cita,
me la acepta el almíbar de su lengua exquisita
y a mi hogar me retiro levitando en su olor.
Ya en mi alcoba la aguardo, sé que viene sin miedo
para dar rienda suelta a estas ansias de fuego
y si acude a mi lecho su desnudo fulgor,
al volcán de su vientre reptarán mis caricias
como sierpes bramando de lujuria y codicia
y la sed de sus ganas saciaré sin pudor.
Y heme aquí elucubrando, solo en mi apartamento,
en mi espera añorando la pasión de sus besos
mientras desde el pasillo llega un vago rumor.
El corcel de mi pecho de entusiasmo encabrita,
ya oigo pasos afuera, vibra mi alma y se agita
y es que llama a mi puerta, finalmente el Amor.
Carlos Estrada Monteagudo