En los verdes prados del espíritu, donde la fe se nutre bajo el cielo de la eternidad, los pastores de almas, con manos de ternura, guían al rebaño hacia aguas de sabiduría. Como Pedro, el apóstol, cuyo amor fue probado, ellos responden al llamado divino con corazones entregados. \"¿Me amas?\", pregunta el Maestro, y en cada acto de cuidado, en cada palabra de consuelo, ellos responden: \"Sí, Señor, tu rebaño es mi tesoro\".
Con paciencia y la mirada fija en el ejemplo del Cristo, los ancianos pastorean, no por deber, sino por amor inmenso. En el silencio de la oración, buscan guía, y en las Escrituras, encuentran su fuerza. No hay oveja perdida que no merezca ser buscada, no hay alma herida que no merezca ser sanada.
Así, en la labor de pastores, se revela el amor más puro, aquel que sacrifica, que enseña, que protege. El amor que no busca recompensas terrenales, sino la aprobación del Padre celestial. Y en cada gesto de bondad, en cada acto de sacrificio, los ancianos reflejan la luz del amor divino, iluminando el camino hacia la redención y la vida eterna.
Porque pastorear el rebaño de Dios no es solo una tarea, es una vocación, un llamado a ser imitadores de Aquel que es el Buen Pastor. Y en este sagrado deber, los ancianos se convierten en puentes entre la tierra y el cielo, entre el rebaño y el Pastor supremo. Con cada acto de servicio, con cada momento de guía, ellos dicen al mundo: \"Sí, amamos al Señor, y en su amor encontramos nuestra razón de ser\".