Un soldado yace herido
en su trinchera de muerto,
y abandonado al destino
conversa con los misterios
que caminan sigilosos
como espíritus del tiempo,
y asaltan su escasa vida
como émulos traicioneros.
Acometen sin ser llamados
los siempre vivos recuerdos,
los propósitos pendientes,
el nunca dicho te quiero,
y con la sangre perdida
derramada por el suelo
se alejan en procesión
de final y último adiós,
pues la muerte es como un sueño
de tristeza y con dolor.
Vuelan alto, todavía,
los buitres que desde el cielo
esperan que los azares,
augurios de lo funesto,
les ofrezcan la ocasión
de acudir en triste vuelo
al campo donde la vida
se viste de duro invierno
para el soldado que llora,
con perlas de desconsuelo,
pues la sombra moribunda
de las puertas del infierno
le acerca la incertidumbre,
como bruma de Leteo,
y le hace sentir que marcha
por el río del adiós
hacia el mundo donde mueren
los sentidos y el valor.
El ya cobarde soldado
llora el llanto de los miedos
y con voz de sangre y plomo
suplica con desespero:
“Que no acudan esos buitres
a mi terminante duelo,
que no bajen ni desciendan,
que me esperen, que yo espero.
Aun dispongo de una bala,
que guardo como el dinero,
para comprarle a la muerte
mi residencia en lo eterno
y quiero viajar gallardo,
con mi perfil de guerrero,
sin que esos pájaros calvos
me desnuden en mi adiós,
pues la muerte de un soldado
ha de ser muerte de honor”.
Hay un halo de esperanza
entre tanto desconcierto,
pero la conciencia sabia
atestigua los tormentos
y socava voluntades
y le comenta en secreto
que la vida es un tesoro
que se merece el esfuerzo
de una lucha sin cuartel
con los buitres carroñeros
que esperan que el combatiente
entregue fusil y cuerpo
para que ellos victoriosos
festejen de lo siniestro,
sabiendo que su bravura
se adivina en un adiós
dicho con postrer denuedo
en rebelde redención.
El soldado tiene el frío
que tienen siempre los muertos,
y siente que ya no acuden
sus vitalicios recuerdos.
Sabe que le llegó su hora,
sabe que éste es el momento
en que su vida se marcha
para nunca volver luego.
Guarda todo lo vivido
en un futuro muy negro.
Así se entrega al destino
pues, ¿qué necesita un muerto?
Postrado en su soledad,
callado en sus pensamientos,
traiciona a su propia vida
en clara resignación
y se entrega en contumacia
a la voluntad de Dios.
Y cerrando ya los ojos
le van llegando los ecos
de voces entre tinieblas
que suenan a salvamento
y su ánimo fatigado
recobra el vital aliento
del que no quiere morir
a pesar de estar ya muerto.
Reconoce aquellas voces
como voces de luceros
y recordando a las aves,
que giran sobre su pecho,
toma tranquilo esa bala,
que guarda como el dinero,
y cargando su fusil
dispara un disparo al cielo
para espantar a la muerte
y a esos buitres carroñeros.