El Vía Crucis de un hombre solitario
Cada despertar es un eco del anterior para el hombre solitario que se enfrenta al desafío diario de la rutina. En su agenda, solo tres palabras: “IR al supermercado”. Aunque en apariencia sencilla orden, se le vuelven los pies de plomo nada más leerlas. Coge la bolsa de la compra con desgano, a sabiendas de que ese recorrido más que un trayecto físico: es un camino que lo conduce a la monotonía; a un abismo donde su identidad se diluye entre pasillos de latas de conserva y verduras en pijamas de plástico.
El supermercado es su Gólgota, y cada estantería una Estación más, donde su fantasía se desvanece. El depositar el pan, las patatas, los huevos y el aceite de oliva en el carrito es un ritual sin devoción, carente de misterio; las manos repiten el gesto aprendido, con la misma promesa de ayer y anteayer y anteriores días.
Al salir, la bolsa le pesa tanto como su decaído espíritu.
De regreso a casa, al abrir la puerta, el espejo del recibidor le devuelve una imagen perturbadora: no es él quien lo mira, sino un plato de tortilla de patatas.
Su cuerpo ya no es suyo; es un plato redondo, dorado, sin bordes por donde escapar. Intenta buscarse a sí mismo detrás de ese reflejo, pero solo encuentra el eco del supermercado.
Y mientras se contempla partiendo la tortilla, siente como se está comiendo su vida misma.