En los peldaños fríos de la escalinata,
donde el viento sopla sin alardear su paso,
camina un alma que nunca arrebata,
que siembra su luz sin ruido ni abrazo.
Es el andar de quien nada reclama,
de quien en silencio sufre y engrandece.
No lleva más peso que el alma que ama,
ni busca la cumbre donde todo perece.
No brillan las manos que rasgan la tierra,
pero allí su trabajo escribe su historia.
Manos humildes que memoria encierran,
son surcos abiertos de anónima gloria.
Los árboles crecen tocando los cielos,
sus copas en alto, pero raíces profundas;
aprenden que el suelo soporta sus vuelos
y que lo inmenso en su origen se funda.
Llegan los humildes, sin capa ni escudo,
con rostros de siglos y piel desgastada.
No cantan victorias, pero en lo menudo
sus vidas trabajan y alumbran la nada.
¡Oh, humildad, grandeza más pura!
Que nada pretende y todo construye,
que no deja huella en bronces ni altura,
pero el mundo entero en su pecho diluye.
José Antonio Artés