Maestro del silencio -le he preguntado
al pálido granito en que me recuesto-
¿En qué piensas, cada vez que el aire tiembla
al rozar tu rostro
y la flor desnuda
enloquece de sed al perder su sombra?
Estas oyéndome -ya lo sé- tan aclimatado
a la paz de lo lejos,
como si analizaras el detrás del tanto,
y la incógnita del nunca,
con ese aire doctoral de tumba colosal
y suplicante grada.
Maestro de la calma -le he preguntado
al jugador de la suerte-
¿Qué hago con las cartas fúnebres de mi naipe,
con las copas del olvido,
con este último cigarrillo
y el adiós del sombrero en el humo
de mi alma…?
Estas mirándome -ya lo sé- a lo mejor no hay
otro juego,
quizás solo toca brindar con el otro
que va
con esa mansedumbre mortal,
el último,
delante del pobre obispo
que nos va cerrando la puerta, en esta última
despedida.