Primero,
abre las ventanas de par en par,
que entre el ruido de las calles,
los pasos ajenos,
los pájaros que nadie nombra.
Después,
deshaz la cama.
Deja que el polvo decida
qué rincón olvidará primero.
Mira el retrato:
no la sonrisa,
ni la luz en los ojos,
sino el vacío que lo rodea.
Ese espacio es el poema.
Mama,
te he escrito en el humo de un café frío,
en los dobleces de una sábana vieja,
en el temblor torpe de mi caligrafía.
Tu nombre sabe a sal y a domingo.
He aprendido que el amor nunca se va,
pero se esconde,
como el reloj parado en la estantería,
como el eco que calla en mitad de un abrazo.
Y aquí estoy,
jugando a inventarte,
mamá,
como si este poema pudiera encontrarte.