En la vastedad de la historia, un relato resuena,
de un maestro y sus amigos, en tiempos de prueba y fortuna.
Llamados amigos, no siervos, una distinción tan divina,
en Juan quince quince, un amor que define.
Jesús, el maestro, en sus discípulos confió,
a pesar de sus fallos, su fe nunca desistió.
Santiago y Juan, en busca de gloria y honor,
mas él vio más allá de sus deseos, sin rencor.
En el jardín, cuando la traición se desveló,
y la noche en su manto más oscuro los envolvió,
todos huyeron, el miedo los dispersó,
pero el amor del maestro por ellos nunca cambió.
“Los amó hasta el final”, palabras que perduran,
en Juan trece uno, un legado que aseguran.
Después de la muerte, la vida se abrió paso,
y a sus fieles once, una misión les fue trazado.
Hacer discípulos, cuidar de las ovejas,
en Mateo veintiocho, una tarea de realeza.
Juan veintiuno, quince a diecisiete,
una confianza en ellos, que el tiempo no delete.
Imperfectos, sí, pero fieles en su esencia,
Jesús confió en la humanidad, en su inherente decencia.
Todos fueron leales, hasta su último aliento,
en la Tierra, su devoción fue su firme cimiento.
Este buen ejemplo, un faro que nos guía,
a confiar en los demás, en la cotidiana porfía.
Imperfectos somos todos, pero dignos de fe,
como Jesús enseñó, en su andar, en su bregar, en su ser.
Así, en versos, la historia se cuenta de nuevo,
de amistad, de confianza, de un amor eterno.
Que nos anima a seguir, a creer, a amar,
en este viaje humano, en nuestro singular andar.