A las 11:05 de la noche del 19 de diciembre de 1989, un estruendo rompió la calma que apenas se sostenía en las calles de Panamá. Eran los primeros bombazos. El cielo, antes oscuro y silencioso, se iluminó con el fuego de helicópteros Black Hawk, apache y aviones cazas F-117 indetectables por el radar. Se probaron armas de destrucción masiva. Bombas de penetración con cabeza de uranio empobrecido. Los objetivos iniciales eran claros: el Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa y cualquier infraestructura que pudiera sostener la resistencia.
En cuestión de minutos, el quinto piso del edificio de la Contraloría General fue reducido a escombros. Allí operaba Radio Nacional, un bastión de la voz gubernamental. Las ondas fueron silenciadas con precisión quirúrgica y una violencia desmesurada. Desde el aire, los proyectiles trazaban líneas incandescentes que impactaban con furia en los cuarteles de los soldados panameños.
En el barrio El Chorrillo, el infierno apenas comenzaba. Con el uso de napalm, un incendio voraz se desató, devorando todo a su paso: casas, comercios, y vidas. Desde las alturas, se podían ver siluetas humanas arrojándose de los edificios en llamas, intentando escapar de una muerte segura. Otros no tuvieron tiempo de huir. Las calles se llenaron de cuerpos mutilados y carbonizados, un espectáculo tan grotesco que parecía irreal. Ni Dante en su Divina Comedia hubiese podido describir aquello.
Algunos panameños, en un acto de desesperación y valentía, se armaron con lo poco que tenían: machetes, palos, y unas cuantas armas obsoletas. Intentaron resistir, formar barricadas, defender su tierra. Pero, frente a la abrumadora tecnología militar de Estados Unidos, su esfuerzo fue aplastado. Los helicópteros disparaban sin piedad, reduciendo a cenizas cualquier intento de sublevación. Fueron masacrados sin miramientos, sus cuerpos esparcidos entre los escombros como un testimonio silencioso de su sacrificio.
Entre las historias de heroísmo están las de un puñado de hombres que derribaron a tres helicópteros Apache con RPG y Octavio Rodríguez, un conocido que se atrincheró con un calibre 50 en el hangar de un aeropuerto. Repelió cuanto pudo, hirió y acabó con varios enemigos, pero cuando se le acabaron las municiones y se rindió, fue víctima de un cobarde ajusticiamiento. Un tiro en la nuca.
Manuel Antonio Noriega, el dictador al que buscaban, no se presentó al combate. Huyó, escondiéndose de casa en casa mientras su país ardía. Su desaparición dejó un vacío que fue llenado con el caos. Los pocos soldados que intentaron escapar fueron rápidamente capturados, alineados boca abajo en las calles y ejecutados sin juicio.
En los días siguientes, el barrio de El Chorrillo, antes un bullicioso hogar para miles de familias, se convirtió en un paisaje apocalíptico. El aire era irrespirable, cargado con el hedor de cuerpos en descomposición que se acumulaban en la morgue, apilados uno sobre otro. Las familias buscaban desesperadamente entre los escombros, con la esperanza de encontrar a sus seres queridos, vivos o muertos.
Los números oficiales hablaban de cientos de víctimas, pero la realidad era otra. Miles de panameños perdieron la vida en esa operación denominada “Just Cause” o “Causa Justa”. Pero ¿Qué parte de esta carnicería podía considerarse justa? ¿El derrocamiento de un dictador justificaba el aniquilamiento de miles de vidas inocentes?
La narrativa oficial del gobierno de Estados Unidos argumentaba que la invasión era necesaria para restaurar la democracia y proteger los derechos humanos. Pero para los sobrevivientes, la operación fue una tragedia sin sentido, un recordatorio de cómo los intereses geopolíticos pueden aplastar sin piedad a los más vulnerables.
Hoy, décadas después, el recuerdo de aquella noche sigue vivo en Panamá. Las calles de El Chorrillo han cambiado, pero las cicatrices permanecen. Entre los sobrevivientes, el dolor se mezcla con la rabia, y las preguntas siguen sin respuestas.
Quizá nunca sabremos cuántas vidas se perdieron realmente aquella noche. Pero lo que sí es seguro es que, en nombre de una \"causa justa\", miles de panameños pagaron un precio demasiado alto. Y todavía hoy, las palabras “Just Cause” resuenan como un eco vacío, incapaces de justificar el horror que desataron.
La primera potencia militar del mundo contra un país que en ese entonces tenía no más de 4 millones de habitantes.
*Yo fui testigo de aquello y jamás lo olvidaré.
¡PROHIBIDO OLVIDAR! a 35 años del suceso.
Justo Aldú
Panameño
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