A veces, el amanecer pesa como un secreto,
un rumor que el tiempo silencia bajo la almohada.
El mundo espera detrás de las cortinas,
pero mis párpados son la tregua
que aún no estoy dispuesto a romper.
Hay algo en los primeros instantes,
pequeñas heridas en la piel del tiempo,
que me devuelven al sitio donde los sueños
se tornan suaves ecos del deseo.
Las palabras que nunca dije,
las caricias que olvidé regalar,
se enredan entre las sábanas,
como un último acto de resistencia.
El reloj dicta su ley con precisión despiadada,
pero mi cuerpo no escucha,
porque dentro de mí, un océano callado
me pide calma, pide quedarse.
Tal vez allá afuera el café se enfríe
y las calles repitan su tedio de siempre,
pero aquí, entre esta pereza y mi piel,
soy un viajero perdido
en la textura infinita de este momento.
El sol se filtra entre las persianas,
y en su luz tímida reconozco algo:
que la rutina, aunque fría y áspera,
es solo una tregua que debo negociar.
Y aun así, por un instante más,
permanezco aferrado al milagro de este letargo,
donde los primeros instantes
resbalan y humedecen la verdad desnuda:
el día empieza, pero mi alma
se queda un segundo más en su refugio.
José Antonio Artés