En el vasto lienzo del tiempo, las palabras de Ezequiel resuenan,
un eco divino que atraviesa los siglos con su sagrado desdén.
Un rollo consumido, no por fuego, sino por ferviente devoción,
se convierte en dulzura en los labios, una celestial promoción.
La misión del profeta, un sendero tejido con divina precisión,
cada palabra una semilla, cada frase una firme decisión.
El mensaje, un manjar más dulce que la miel en su expresión,
un bálsamo para el alma, una luz en la oscura depresión.
Ezequiel, el elegido, con el peso de la verdad en su ser,
se alza para hablar, para guiar, para en el amor florecer.
La casa de Israel, su audiencia, su campo de acción y labor,
espera las palabras que brotan, llenas de esperanza y fervor.
El honor de representar al Creador, una carga gloriosa y pura,
le da alas al profeta, le infunde una pasión que asegura.
La gratitud inunda su corazón, por ser la voz de lo divino,
un canal de sabiduría, un puente hacia el destino.
\"Escucha y acepta en tu corazón\", le susurra la voz eterna,
un mandato que penetra el alma, que a la verdad gobierna.
Meditar en las palabras, dejar que la fe se alimente,
para que el mensaje divino en su mente se cimente.
El rollo, una metáfora de conocimiento y revelación,
se despliega ante Ezequiel, lleno de iluminación.
Cada versículo, un tesoro; cada línea, una lección,
un mapa hacia la salvación, una divina conexión.
Con el mensaje de Dios en su boca y en su corazón latente,
Ezequiel se prepara, listo para ser la voz preeminente.
La dulzura de su carga, el honor de su llamado,
lo llevan a predicar, con el espíritu alado.
Así, el profeta comienza, con el rollo como su guía,
a hablar a la casa de Israel, con la verdad que armoniza.
Su misión, un eco de amor, una sinfonía de fe,
un legado que perdura, que a través del tiempo se ve.
En la historia de Ezequiel, una lección para la humanidad,
de asimilar el mensaje, de buscar la divina claridad.
Que las palabras se vuelvan acción, que la fe se vuelva vida,
y que cada paso que demos, sea una senda bendecida.