En un rincón del bosque siempre oscuro,
una caseta duerme en el olvido,
sus maderos liberan un gemido,
de un cruento suceso de terror duro.
Las ramas se mecen al aire impuro,
y la espesa hiedra roja trepa agónica
por la verja de herrumbre, forja cómica
que cierra la puerta del viejo muro.
El musgo mustio abraza la madera,
la puerta chirría su voz herida,
quien la cruza tiembla y se desespera.
Dentro, un fuego frío guarda el sepulcro:
dos amantes enterrados en vida
con sus uñas rasgan el alabastro.