Chan Chin Ho desembarcó en Panamá con una mezcla de esperanza y temor. Proveniente de una lejana aldea china, había escuchado las historias de una tierra tropical donde el trabajo era duro, pero las recompensas prometían un futuro mejor. Como él, cientos de compatriotas llegaron para unirse a la titánica tarea de construir el Canal, una obra que prometía unir océanos y cambiar el destino del comercio mundial.
Sin embargo, apenas unos meses después, la esperanza se tornó en desesperación. Los trabajadores comenzaron a enfermar, muchos con fiebre alta, piel amarillenta y hemorragias incontrolables. Los campamentos se llenaron de gritos y lamentos, y pronto los rumores sobre una maldición comenzaron a propagarse como el fuego en la jungla. Los chamanes y hechiceros locales afirmaban que los espíritus del agua, perturbados por la construcción, reclamaban venganza.
Chan, como muchos otros, siguió las recomendaciones tradicionales para ahuyentar a los espíritus. Cubos de agua se colocaban a los pies de las camas de los enfermos. La creencia era que el agua absorbía las energías malignas y les impedía atacar. Pero las muertes no cesaban, y el ambiente se volvió aún más tenso. Los trabajadores franceses, quienes dirigían la obra en aquel entonces, empezaron a compartir ese temor casi sobrenatural. La fiebre amarilla y la malaria diezmaban a los obreros, y las condiciones húmedas y fangosas del terreno dificultaban cualquier avance.
En 1881, con los recursos agotados y la moral por los suelos, los franceses, liderados por el ambicioso ingeniero Phillippe Buneau-Varilla, se rindieron. En un movimiento astuto, Buneau-Varilla vendió las maquinarias y tierras que no le pertenecían a los Estados Unidos, consolidando su posición como una figura influyente y polémica en la historia del Canal. Para muchos, el fracaso francés era una prueba más de que la \"maldición amarilla\" era real.
Sin embargo, la llegada de un médico cubano, el doctor Carlos J. Finlay, trajo una nueva luz a este oscuro capítulo. Finlay, con su aguda observación y persistencia científica, identificó al verdadero culpable: el mosquito Aedes aegypti, que transmitía la fiebre amarilla. Paradójicamente, los cubos de agua que se colocaban junto a las camas de los enfermos no alejaban a los espíritus, sino que se convertían en criaderos perfectos para los mosquitos.
Cuando esta verdad salió a la luz, el miedo se desvaneció. Las medidas de control, como eliminar los charcos de agua y fumigar las áreas de trabajo, comenzaron a reducir las muertes. La ciencia había triunfado sobre la superstición, y la construcción del Canal siguió adelante bajo la dirección de los Estados Unidos.
Chan Chin Ho, aunque marcado por las pérdidas de tantos compañeros, vio con alivio cómo la tragedia daba paso a la esperanza. El Canal, aquella obra monumental que había comenzado con sueños y sacrificios, se erguía como testimonio de la lucha humana contra la adversidad. Y en los ecos de la historia, quedó grabada una lección: no existen maldiciones, solo ignorancia que la ciencia puede disipar.
Justo Aldú
Panameño
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