“El hombre es un péndulo entre la sonrisa y el llanto”
Lord Byron
La Cita Rota
Fue una mañana de octubre,
una de luces fastuosas,
la antigua arboleda erguía
llamas de otoño en sus copas
y el vaivén de la ventisca
se orlaba de aves cantoras
y los follajes lloraban
su lluvia dorada de hojas.
Llevaba el aire añoranzas
del néctar de aquella boca,
del fuego de aquellas manos
y de aquella piel, su aroma.
Y en aquel parque propicio
para idilios de deshora
cierto joven desplegaba
su esperanza viento en popa.
La víspera, ilusionado,
él suplicó a la preciosa
que ante su amor acudiera
como va el mar a las costas
y creyó el enamorado
ver en sus ojos de aurora
que ella ardía en erupciones
de pasión abrasadora.
Él llegó a tiempo al encuentro,
feliz y haciendo cabriolas
guardaba, hincándole el pecho,
para ella una rosa roja.
Pobre bufón, no sabía
que la ilusión más devota,
si no es bien correspondida
de pena se desmorona.
Él la esperaba impaciente
pensando: “No están de moda
ya para muchos las citas,
ni los versos, ni las rosas”.
Y le asaltaba la duda:
“¿Me querrá en verdad mi diosa
de hechiceros ojos verdes
y mirada lujuriosa?”
Y ante sus vacilaciones
se alzaba, terco cual roca
que al océano se enfrenta,
su afán por verla dichosa.
Y a ratos se preguntaba
las mismas preguntas tontas:
“¿Qué le podrá haber pasado?
¿Por qué es tanta la demora?”
Así fue alzándose el día,
pasaron dos largas horas
y allí el iluso aguardando,
no admitiendo su derrota:
“Seguro se habrá atrasado,
¡ten calma, ansiedad odiosa!,
en breve estará llegando
cual primavera ruidosa”.
Pero del hada ni el rastro
y de su magia ni gota,
nada de abrazos furtivos
ni de besos que sofocan.
¡Ay, su tez de sol naciente,
ay, su sonrisa que aloca,
ay, su melena de seda,
ay, su voz, canto de alondra!
Y la gente que pasaba
lo observaba con burlona
curiosidad que indagaba:
“¿Y tanto esperar no agota?”
¡Cuántas veces el demente
equivocola con otra
muchacha, que se acercaba
ignorando su zozobra!
Cuando entendió que a la larga
no vendría la orgullosa
vio asomarse a sus anhelos
su aflicción abrumadora;
se rasgó el velo de ensueños
de su ánima fantasiosa
y juró que no amaría
de la ninfa, ni su sombra.
En un arranque de furia
sacó del pecho la oronda
flor fatal de su alma herida,
de su amor, alentadora.
Quiso aplastarla, pero algo
impidiole hacer tal cosa:
“Tal vez al final un joven
se la regale a su hermosa”.
Y se fue con pies de plomo
y abandonó allí la rosa
sobre un gris banco desierto
cual estéril mancha roja.
Y se alejó conteniendo
el llanto de su congoja
y el otoño ungió en silencios
su faz por la cita rota.
Carlos Estrada Monteagudo