La violencia, lejos de ser una muestra de fuerza, revela una profunda fragilidad. Quienes recurren a ella, demuestran una incapacidad para gestionar sus emociones y resolver conflictos de manera pacífica. La ira y la frustración, lejos de ser dominadas, se convierten en sus únicas herramientas de comunicación, evidenciando una carencia de habilidades sociales y emocionales.
La historia nos ha enseñado que la violencia, en todas sus formas, deja cicatrices profundas. No solo en quienes la sufren, sino también en quienes la ejercen. El rencor, la culpa y el miedo se convierten en compañeros inseparables de aquellos que han optado por este camino destructivo. La verdadera fortaleza reside en la capacidad de controlar nuestras emociones y responder a las adversidades con inteligencia y empatía.
En definitiva, la violencia es un atajo hacia la destrucción. El diálogo, la comprensión mutua y la búsqueda de soluciones pacíficas son las herramientas más poderosas para construir un mundo más justo y equitativo. Es hora de reconocer que la fuerza no se mide por la capacidad de infligir daño, sino por la valentía de enfrentar nuestros miedos y construir relaciones basadas en el respeto y la solidaridad.
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