Alberto Escobar

Fueron dos

 

 

 

Hace un año ya, 
o casi, 
y el geranio que planté
a tu costa sigue brillando,
las gotas de rocío
de mañana
resbalando hacia 
un cáliz verde olivo. 
Hace un año y como
si el tiempo fuese un reloj
parado, o una estatua
de acero inoxidable 
en el centro de una plaza
harta de que los coches
que le circundan den vueltas
a ninguna parte, y los gases,
nocivos de solemnidad, hirieran
sin herir el esmalte impávido
que le sirve de guarida, y el geranio,
parece, que de mañana me canta
como si fuera ese jilguero tricolor
del que hablé hace tiempo, y no
pasa tampoco ni la librería Pérez,
esa donde de colegial compraba
los libros del curso y el recado
de escribir, y la panadería de Paco,
esa que me vio nacer a las carreras
callejeras y a alguna que otra bicicleta
herida por el roce; y me asomo al balcón
y el tiempo es acero inoxidable, y me
encanta...
Hace un año ya, y como si hubiera
o hubiese ocurrido en el último segundo
de un reloj de cuerda ya floja y de números
casi romanos, de antiguo que se me viene
a la mente, encima de la repisa central
de un mueble bar caoba —aunque de caoba
solo tuviese el color— y se me reproduce
el chirrido que profería cuando cantaba
la hora de despertarse, y en esa tesitura
me alegro de encontrarme como me hallo
pasado casi medio siglo, pero no remontemo
nos tan lejos, solo a un año, al momento
en que me dio, como acceso de locura, por
plantar un geranio —¿o fueron dos?—.