Cuando asumimos que reconocer al otro
se reduce a un leve gesto, a un saber distante,
al débil eco de una presencia ignorada,
descubrimos que la existencia perecedera
es la fortaleza ilusoria de los puños cerrados.
¿Quién puede influir en ese abismo?
Solo queda el vestigio del instinto,
básico, desnudo, ajeno a lo natural.
Y cuando crees que tus actos
son meros espejos de una circunspección vana,
te entregas al río oscuro de tu mundo interno,
a las sombras que lo configuran,
al flujo eterno de tus reglas,
un débil baluarte en la deyección del ser.