Alberto Escobar

Una mosca

 

 

Una mosca, 
sin pedir permiso, 
en mi teclado, negra
azabache con motitas
rojas, insolencia en la mirada, 
una gota ligera se escapa
de la comisura izquierda
de su precaria existencia, 
reacciona al aire al acercar
amigo un dedo —índice, mano
derecha— —no puede entender
la naturaleza de mi intención
porque su estar en el mundo 
es tan efímero que no le da
tiempo de forjar ningún afecto;
solo le puede y le conduce su afán
inútil de sobrevivencia—, sobrevuela
la nada completa de mi habitación
hasta posarse —no encontró sitio
más interesante— en la letra F justo
cuando sobre ella posaba el dedo
índice de la mano izquierda. 
Con una lágrima resbalando ligera
la mejilla derecha de mi perfil izquierdo
reaccioné a la muerte súbita e injusta
de ese ser negro, diminuto, efímero
como la integridad de un segundo, e
inconsciente de la maravilla que vivir
cada instante me supone; y paro el ritmo
vertiginoso de mis dedos, dejo la trama
donde la última puntada y procedo triste
a enterrar en mi mala consciencia los restos
casi invisibles de una mosca cualquiera, 
una de tantas que se posan a diario 
en un cristal cualquiera de cualquier estancia,
de cualquier vivienda sea del nivel socioeconó
mico que fuese y que son matadas con la indi
ferencia con que se llena de basura cualquier
tiesto de cualquier vivienda debajo de cualquier
fregadero de cualquier cocina...
Una mosca, 
y no tengo palabras, 
solo un lamento, una culpa
pendiente de psiquiatra —aunque,
a decir verdad, no necesito el suceso 
de esta mosca para animarme a visitarlo.
No?