El despertar de un día cualquiera,
después de un sueño reparador en el que el paseo por el paraíso se colma de caricias y abrazos y germina ebrio de suaves sensaciones que rehúsan desvanecerse en el olvido,
mientras la mano aletea entre el despertador y la calidez de la piel soñada que al lado late bajo la sábana que a las gentes refugia del destino aún no publicitado.
El amanecer de un día cualquiera,
en que el sol viste de azul intenso al cielo protector donde las gentes desperezan sus cuerpos en la fresca brisa matinal de las calles y sus esperanzas en la diatriba triunfal altoparlante de sus omnipotentes oligarcas reinantes.
La mañana de un día cualquiera,
en que las ofrendas a la divinidad engalanan con música de todos los colores no prohibidos las avenidas henchidas de las gentes que en marchas triunfales y marcial procesión desfilan sus alegres tristezas sin titubeos ante las restaurados ecos de las glorias patrias.
El tibio aroma de un café arrebujado en una conversación indolora sobre el estado del césped tras las heladas y endulzado con el sosiego que da la culpabilidad espantada hacia el enemigo mientras con una sonrisa se responde a la sonrisa tibia que esculpen los gestos en el encuentro repetido de la normalidad de las gentes que fluctúan en las hondas calmas del mar diario.
El mediodía de un día cualquiera,
bajo el sol vertical cuando las gentes adoban la carne dispuesta para el horno y el pan amasado espera junto al cuchillo y a las últimas novedades sobre el uso irresponsable del material de destrucción masiva en aquel lugar de pacotilla llamado extrañamente extranjero.
Un respiro de besos y de carne acariciada durante la siesta en donde el amor envuelto en papel de aluminio adía para luego la vuelta al tajo y a la calle de las gentes que caminan dibujando con aros de humo huecos en el cielo.
La tarde de un día cualquiera,
en que las gentes se olvidan los paraguas al aguardo de sus casas porque nadie ha advertido en los electromagnéticos mensajes meteorológicos de la sobremesa que lloverían miedos a cántaros desde las antenas sin parábolas.
El atardecer de un día cualquiera,
en que las luces de las farolas dibujan sobre el asfalto con tinta de sangre sombreada las siluetas guernikadas de la gente que busca otro amor distinto al beso de las balas.
La noche de un día cualquiera,
en que los bombarderos dejan volar sus palomas de la paz sobre los tejados de las casas donde las gentes y los escombros lloran oraciones mendicantes por el fin de esta maldita e inútil guerra que tras tanto anunciarse al fin llegó.
El día cualquiera
que llega a su fin con este final que ya nadie escucha y se quedará para siempre a vivir junto a los cuerpos de las gentes que dormidas ya nunca volverán a soñar que en paraísos de piel cercana maduran al sol la belleza y la paz que latían en nuestras manos.