Quiero acomodar los años, los episodios, y darle una cabida racional a esta ruina: cómo se cimento, cómo se configuraron estos mogotes de piedra que no llegaron a tocar el cielo, las grietas talladas por nuestras manos, los fragmentos de vidrio que uno a uno partimos y esparcimos por el suelo.
Plantamos raíces entre las grietas para que, cuando no estuviéramos, ellas siguieran haciendo nuestro trabajo.
¿Qué nos van a decir a nosotros de elefantes blancos en la habitación si contratamos un centenar para que vibraran el suelo?
Usamos pinzas para destejer alambres, rompimos cerámicos para ver la tierra, quitamos ventanas y abrimos alacenas que daban al mar para que se llenaran de arena.
Regamos enredaderas con espinas para que nos quemaran las manos.
En junio floreció la primera rosa, y ahi supimos que la ruina estaba lista, ya no nos pertenecia. Tuvimos que abandonarla.
La ruina era ahora de las rosas y las espinas, de las grietas y de las raíces, de los elefantes blancos y de los vidrios rotos.
No sé cuánto resistirá, pero ya no estaremos para cuando colapse.