Hablaba del viejo mundo, de antes del diluvio, antes de los milagros y antes del Edén, era distinto, infame. Creyente, pero blasfema, trenzaba mi boca y narraba pavorosas historias del padre y los ángeles del mundo. Decía que perdonaba a Dios por no haber nacido hombre, que, si él hubiera sido carne antes que Dios, los que están en el cielo no nos olvidaran. No nos juzgaran, en la muerte estaríamos solos, y solo nuestro sería el juicio.
Deambulé por la estación del tren, esperando el andén que me haría no volver, el amor que creí nunca llegaría, la perfección que solo la egoísta divinidad no otorgaría. Entre más avanzaba, la luz fluía como las olas y los colores eran acechados por fantasmas que susurraban como crear el nuevo mundo, piedra por piedra.
Envuelta entre tanta luz mi sombra me arrastraba al centro, como el hambre que no sacia, el amor que corresponde y no cesa, la epifanía natural de mi existencia y su consecuencia.
Allí estaba él: el ángel caído con las rodillas heridas, pero nadie escuchaba sus rezos. Sus manos sostenían vino, y al verme, se envolvió en sus alas rasgadas para que no viera su reloj, y no escuchara cómo las manecillas martillaban su pecho. Aun roto, tenía un aspecto prolijo, emanaba inocencia, y me cautivó.
Le pregunté: “¿A qué le temes? ¿Cuál es tu dolor?” “A la oscuridad que me rodea”, dijo sin ver a su alrededor, le temía a su sombra, la misma que su iluminación generaba en la estación, iluminaba, llenaba de vida el muerto lugar sin darse cuenta, ¡el brillo era de él y no de Dios! Le correspondía a él, si aquel nunca lo sintió.
Me contaba cómo fue desterrado al infierno, mientras yo acariciaba las heridas de sus alas, las miraba con perfección. Hablaba del ayer como si estuviera ante sus ojos, como si el hoy fuera un velo que ensombrecía su realidad. Creía que los demonios no son amados, gritan verdad, y son desterrados, pero los ángeles gritan desde su paraíso, donde la rueca da vuelta tras vuelta, donde todo permanece inalterable.
Esa noche amanecí entre sábanas de pieles blancas; aun con el ardor de la carne destrozada me arropó en la madrugada. Estaba desnuda frente a él, no como esposa del hombre, no como hija del rey, no como la hermana del hermano, solo un cabo suelto en el tiempo, sin destino ni propósito.
Vio mis defectos, y se alimentó de ellos, bebió de mí, y con mis lágrimas lavó sus heridas, cuidé sus alas para que, en el nuevo mundo, cuando el juicio corte el nudo que lo ata a mí, vuele al inframundo, y niegue mi existencia.
Despertaré sobresaltada, sabiendo que nada deja de ser, que todo permanece, solo la oscuridad me rodeará, sombras acechando eternamente, gusanos devorando mi mente, borrando todo rastro existente, si él ya no me siente. Así como él ascenderá a su laberinto, yo descenderé al mío.
El hilo rojo desgarrándose como telarañas desde su estómago hasta mis entrañas, entre más se aleje más me daña. Pero si una noche tira de él, despertaré sobresaltada, sabiendo que nada deja de ser, que todo permanece, que el nudo de nuestras almas no se desata, eh iré tras de él.