La ansiedad de su cuerpo, cual figura avanzando en la niebla,
se fundía en el abrazo etéreo con su amada bajo el manto de la noche.
Resonando como eco perdido en las montañas,
su voz era atropellada por el desdén,
evocando sensaciones del pasado,
recogiendo los escombros de viejos errores
entre susurros y sollozos atrasados.
Se hallaba desenterrando las huellas de su amor eterno.
Auscultando entre caricias antiguas, caricias intactas,
una vez más se rendía al placer,
al corazón que nunca dejó de vivir para ella,
cual faro que jamás dejó de alumbrar en la tormenta.
Apretaba con delicadeza su voluptuosa cadera,
como un antiguo escultor acariciando el mármol antes de desvelar su obra maestra.
Y, una vez, como un mantra resonando en la vastedad de su ser,
como el canto solemne de las aves que celebran la llegada del alba,
le decía: ¡es usted, siempre ha sido usted!