Por la ancha orilla de una playa nacarada,
siendo ya noche de soledad avanzada,
un joven soñaba a la luna de cristal,
su ser, un pálpito de devoción vestal.
Una sirena grácil, de piel irisada,
se dejó ver sobre la arena blanda y húmeda;
recitó su embriagador canto de coral,
son irresistible de salmodia ancestral.
Los labios del mancebo rozaron el agua
en un ósculo donde la muerte se fragua.
Cándido, probó el fuego del amor prohibido,
el terciopelo de su abismo perseguido.
Con su hechizo dulzón se lo pudo llevar
al hondo misterio del corazón del mar.
Bajo una estela azul, ahogado murió,
la odalisca de su vida se apoderó.
Un arpegio lánguido sonó con el viento,
y allá en la playa quedó solo su lamento.
Recuerdan los pescadores el esqueleto
cubierto de algas y una sonrisa de muerto.
Esta fiel leyenda de la Dama de Luna
se escucha en algunas noches de mar serena,
cuando Eolo a solas por la playa camina
creando finas burbujas de aguamarina.