Querido, pienso en ti, expreso y siento la necesidad de tenerte, haz propagado en mi una felicidad en la que otras relaciones siquiera han pensado o imaginado, la felicidad inimaginable que siente una novia caminando hacia el altar tu has sabido propagar en mas de mil distintos momentos en mi vida, y, sin embargo, me detestas, hice que me detestaras, e incluso cuando te advertí muchas veces del veneno, no dudaste en tomar del vino de la copa de mi corazón, mientras yo, egoísta, en un alcoholismo rabioso no pare de beber del vino tuyo, exprimiendo tu corazón, esperando todo momento para poder hacerlo, esperando a que madurase el fruto Granada que representa a tu alma, me advirtieron que la granada era difícil de comer, y yo, bruta, no dude en mancharme las mejillas y las manos con ese color rojo fuerte que apenas mis ojos, a concentración, pueden distinguir de la misma forma en la que muchas veces mis ojos no distinguieron cuando te hice daño, modo en que tampoco pude distinguir cuando tu me lo hacías, llenando la copa, hasta que se desbordo enchastrando el mantel, pobre mantel, pobre nosotros, jóvenes y apasionados, inmaduros pero verdaderamente lo suficientemente maduros como para apreciarnos, reconocernos, amarnos, querernos, tratarnos, ignorando al mudo porque ¿a quien le importa el mundo? Fuimos felices e infelices, ambos desproporcionadamente rotos intentando arreglar al otro, como intentar arreglar una grieta de una figura de cerámica lanzándole un martillo de cristal, no se cual se rompió primero, ni cuales seriamos nosotros en esta comparativa, solo se, que en un punto tu fuiste el martillo y yo el jarrón, y en otro yo fui el martillo y tu el jarrón, pero, incluso en cualquier punto debió haber algo que nos hiciera colisionar con el otro, ese algo, fue el amor.
-Isabella.