Mi vista se pierde en el horizonte.
Me apena que el mundo sea bastante grande, me apena que ninguna parte de este mundo sea mía, que no sea de nadie. Porque yo moriré mañana, y el mundo seguirá allí, implacable.
Me pone triste no poder ver mi casa desde la ventana de mi trabajo, ver toda esa gente llenando de allá para acá sintiéndose triste también, quizá más, quizá por lo mismo, pero triste. Me pregunto cuánta tristeza podrá acumular el mundo, me pregunto si no es cuantificable.
Me pregunto si muy triste es lo mismo para todos.
Me consuelo al pensar que esta tristeza se acabará algún día, me ocupo en mi rutina y se me olvida la tristeza.
Eso.
Sólo se me olvida.
El doctor dice que tanta tristeza no es buena. ¿Y mucho amor? ¿Y mucha felicidad? ¿Y mucho odio? ¿Por qué no hay pastillas para eso? La tristeza es la sensación de cajón más odiada por los doctores.
Ustedes dicen, la tristeza pone la soga en el cuello. Yo digo, el amor también.
Debemos de empatizar la tristeza en lugar de intentar erradicarla.
Aún con todo, sigo siendo un hombre muy pequeño para este mundo, que se da el lujo del azar para demostrarnos que no le importamos nosotros ni nuestras leyes ni nuestros pronósticos. La raza humana le es indiferente a la tierra, esta a su vez le es indiferente a la galaxia, la galaxia al universo y el universo a dios. No se puede ir más allá de dios, ni dios puede ir más allá de nosotros. Ya que si dios nos hizo a su imagen y semejanza, no puedo pensar en un dios más triste. Prefiero pensar que no, que él es feliz, y que solo somos una maqueta del hijo de dios mal hecha, que un ángel hizo y que terminó en la basura.
Mi vista vuelve a enfocar, tengo que regresar a trabajar.