En el vientre del cosmos, un susurro nació,
la primera chispa danzó en la nada,
tejió con hilos de luz el polvo que flotó,
y en el silencio eterno, la vida despertaba.
El sol, un ojo antiguo, miró la tierra germinar,
sus lágrimas de fuego besaron la piedra fría,
y del barro tembloroso surgió el caminar
de un ser que aún no sabía si era noche o día.
Las raíces conversaban con los vientos del ayer,
los ríos eran venas que cantaban a la luna,
el hombre era un eco del pulso universal,
un suspiro de estrellas, sin carga alguna.
Pero el tiempo, ese alquimista de sueños rotos,
puso oro en las manos y olvido en el alma,
y el hombre, que una vez bailó con los astros,
vendió su horizonte por espejos de calma.
Construyó torres donde antes había cielos,
cubrió sus ojos con velos de concreto,
olvidó el lenguaje de los árboles y ríos,
y su corazón... se volvió un desierto.
Ahora camina entre sombras de neón,
persiguiendo reflejos en vitrinas vacías,
buscando en la máquina una voz,
que le devuelva el canto de sus días.
El origen, un susurro ahogado en la bruma,
la esencia perdida en mares de ruido,
pero aún en la grieta más profunda,
late la chispa de un sol no vencido.
Porque aunque la carne olvide su raíz,
y el alma se pierda en su propio abismo,
la vida, paciente, aguarda en el matiz
de un recuerdo antiguo… y un místico ritmo.
MAQUIAVELICA