Amanece en el suburbio. Volutas de niebla se alzan desde las bocas de tormenta, como si la profundidad exhalara un sopor multitudinario. El aire casi gélido corta los rostros que se atreven a esa cerrazón, sus pasos engendran ecos mortecinos sobre el asfalto que brilla sórdido por la humedad y la precaución. De a poco van iluminándose las ventanas del barrio, detrás se atarean señoras todo terreno, de su casa, con agua caliente mate alguna tostada con pan de ayer, para el hombre a cargo, padre de familia, sostén del hogar, su peón querido que marchará, igual que cada día, hacia el destino que la vida impuso. Mamelucos, uniformes, ropa de trabajo para que aguante sudores y bajos ingresos, como una segunda piel curtida de tesón, atuendos que pueblan las calles sin patrón ni vigilancia cuando aún el astro rey se demora en otras latitudes que seguro pagan más por los servicios. Muchedumbres silenciosas desplazan su volumen abriendo penumbras. Pocos se saludan o creen reconocerse, las sombras más alguna que otra mala experiencia le aprietan los puños del alma, les clavan los ojos al suelo salpicado de escombros y perros durmiendo. Amanece pero nadie aquí piensa que sea importante, con las tripas crujiendo a quién mierda le importa si sale o no el sol para alumbrar este páramo.